Todo fue un éxito, y junto con otras actividades que hicieron, lograron recaudar un total que superó la meta inicial.
Luego los papás bajaron una por una las paredes de la nueva casa.....
La primera mascota que recuerdo de mi infancia fue un Pastor Alemán negro y regordete de tres meses que duró 3 días en la casa. Ese fue el comienzo de llantos desconsolados y peleas entre El Bueno: “Pero mira que lindo es, voy a trotar todas las mañanas con él y será nuestro guardián”, y La Mala: “estás loco! Yo no voy a limpiar lo que haga ese perro! Llévatelo o me divorcio!”. Y en la mitad dos niños llorando la vida en vano para que no se lo lleven. No sé por qué a El Bueno le encantaba repetir la historia, sabiendo que La Mala tenía el casette grabado con la misma canción, y los niños el mismo berrinche. Lo cierto es que comenzaron a desfilar los cachorros por la casa y se iban más rápido de lo que llegaban. Me acuerdo de Coka, una Weimaraner hermosa que le destrozo los mandiles a El Bueno, y se hizo malo, mientras La Mala se reía victoriosa.
Se me ocurrió entonces llevar unos gatitos que salvé del guardián piromaniaco de mi colegio. Llegué a mi casa, le dije a El Bueno que tenía un secreto que contarle, y cuando abrí la lonchera y salieron 3 raquíticos y pulgosos gatuchos, descubrí que no le gustaban los animales, solo los perros que le regalaban.
Definitivamente crecimos los niños llorones, y juré que cuando tuviera mi propia casa con mis propios niños llorones, tendría mis propias mascotas y nunca las iba a devolver. No me imaginé que me estaba poniendo la soga al cuello.
Nuestra primera mascota propia fue una iguana bebé. Andreita tenía 3 años y estaba felíz con su bicho. Lástima que no le gustaba el arbolito de navidad donde la pusimos, ni los pedacitos de manzana que le dábamos, así que decidimos soltarla en el parque antes de que se ponga tiesa enfrente de la niña.
Nuestra segunda mascota propia fue Santa, una linda conejita. Andreita la amaba tanto, que la perdonó cuando se le comió la nariz a su muñeca. Un día se quebró la pata y empezó a enfermarse. Ya no saltaba, ni se comía las narices de las muñecas. El veterinario dijo que lo mejor era hacerla dormir. Nos despedimos de ella y le pusimos la inyección que la llevaría eternamente a prados verdes rodeados de jugosas zanahorias. No se qué pasó, pero el viaje al más allá tendría que esperar, porque en lugar de dormir plácidamente, empezó a convulsionar sin control. Aterrados la llevamos donde un experto en conejos: El Gordo de María. Allí no sé qué le hizo pero nos la entregó en una cajita dormida plácidamente en los pastos verdes (si sé que le hizo pero mejor no quiero contarlo)
Años después llegó Camila, la golden retriever. Todo iba perfecto, hasta que la buena de mi vecina decidió meterse en el proyecto “Adopta a un perro sarnoso y con garrapatas”. Los bichos se pasaron de su muro al mío, y la pobre Camila terminó con Babesiosis. Su tratamiento llevó muchos años pero finalmente se recuperó. No puedo decir lo mismo del patio de la casa, que aunque le pusimos todos los químicos que existían en el mundo, solo con un lanza llamas se podría haber acabado con tal plaga. Debo decir que la casa era alquilada, y no estamos en las oraciones de los dueños.
Camila pasó los últimos años con nuestra familia en la playa, no porque se haya muerto, sino porque la secuestraron, todo por culpa de Toño, quien sería a partir de entonces mi propio El Malo. Un día, entre chiste y no chiste, le dijo al cómplice guardián: “Si alguien se quiere llevar a la perra se la da no más”, y el guardián obedeció.
Muchos años después encontramos a un gatito callejero llorando en la calle y decidimos adoptarlo. Era tan chiquito que le tenía que dar la leche en gotero. Unos días después Toñito trajo a Campanita, una gata persa hermosa, que destronó al pobre gatuchito, que se veía más feo que antes. Regalamos desalmadamente al gatucho y nos quedamos con Campanita.
Ahora la vida de Campanita es como la nuestra, entre la playa y la ciudad. En la playa se ha lanzado cinco veces del balcón (4 tortuosos pisos). En la ciudad vive en una planta baja, y todavía no entiende cómo se le desapareció el mar cuando se asoma a la ventana. Pero aquí sigue hasta el día de hoy, acompañándonos en la loca tarea de ser nuestra mascota, y aunque las tácticas de suicidio no le han funcionado, estoy segura que lo seguirá intentando.
Hace un par de meses estaba un coreanito en algún punto de nuestra costa ecuatoriana, viendo con sus ojos rasgados hacia el horizonte, mientras esperaba el barco con la pesca diaria para completar algunos contenedores para Asia. Su sorpresa fue enorme y sus ojitos se abrieron hasta redondearse por primera vez en su vida, cuando en lugar de la pesca habitual, llegó el barco lleno de un pescado que ningún local sabía qué mismo era, solo él.
Así que, cual “Ron Damón” con los billetes que “El Chavo” creía que eran para el álbum de cromitos, aquel coreanito hizo que los pescadores se quedaran sin hablar, sin moverse, sin respirar, sin decirle a nadie, mientras apuradito y pelando los dientes de la felicidad hacía un par de llamadas que nadie entendió. Parece que le atinó a algo grande porque al día siguiente se olvidó de su familia coreana y se instaló a vivir cerca de la playa para comprar todo aquel pescado raro que el Océano Pacifico pueda botar, hasta el día de hoy.
Pero, como los chismes vuelan, al poco tiempo ya estaban más asiáticos por estos lares buscando el famoso “ribbon fish” que por primera vez en la historia salía en Ecuador. Y fue así como llegó un chinito a nuestras vidas.
Toñito lo recogió en el aeropuerto con cartelito al estilo Hollywood, lo trajo a la playa, lo instaló en el mejor hotel, sirvió de traductor (porque en el mejor de hotel de aquí, la única persona que hablaba inglés renunció una semana atrás por la mala alimentación), lo invitó a cenar, y cerraron algunos negocios.
El chinito satisfecho con la atención y el producto ofrecido, creyó que era común aquello en este país, y decidió que quería pasar unas largas vacaciones aquí en la tierra prometida.
Caminando por el malecón se encontró con una pareja de viejitos, que por señas le ofrecieron alquilarle una habitación en $200, pero al chinito le pareció muy poco y les pagó $ 300. Luego, feliz por el negocio que había hecho, nos invitó a comer. Llegó con claras señales de haber sido víctima de un avivato vestido con un short multicolor de unas 3 tallas más grandes, y con un corte de peluquería de quinta tan tenaz que dudo le vuelva a crecer el pelo, pero él estaba feliz.
Una semana después decidió salir solo a conocer más playas cercanas, macro error. Lo llamó a Toñito para ponerle el teléfono en la oreja del taxista, y que le pregunte por qué le estaba cobrando $160 por regresarlo a Salinas desde un pueblo llamado “La Entrada” si le había dicho inicialmente $80. No hubo forma de hacerle entender al taxista malvado que si tiene un auto a diesel no habrá gastado más de $ 8 en ir y venir, y que cobrarle más de $30 al chinito, solo por ser chinito, es un abuso que en su pueblo lo pagaría con azotes de ortiga y agua congelada. No le importó nada, y lo dejó botado allí en media carretera insultándolo en quichua, como si fuera poco no entender español.
El chinito siguió las instrucciones de parar un taxi amarillo y solo decir “Salinas”, pero luego de una hora y media llamó desesperado porque el taxista le quería cobrar $100 por la carrera y dejarlo botado en pueblo llamado “Chulluipe”.
Una vez más llegó Toñito a salvarlo, y mientras discutía con el taxista por estafador, éste se baja el cierre del pantalón, y comienza a vaciar la vejiga sin ningún reparo por las miradas de sorpresa, asco y coraje.
Finalmente al aterrado chinito aprendió que no debe hablar con extraños, ni subirse en taxis, ni salir a pasear, ni demostrar que es chinito, ni salir del cuarto que alquiló por $100 más de lo que le pidieron.