lunes, 6 de enero de 2014

Cuando los Reyes Magos se llevaron mi regalo



He dejado pasar 10 años para poder contar esta historia, ya no vale la pena dejar pasar 10 años más, porque seguiré teniendo esta enorme tristeza en el corazón.

Mi hermano mayor se convirtió en mi mejor amigo cuando fuimos adultos, porque de niños era mi protector, y en la adolescencia nos caíamos muy mal.

Él era el niño bueno que se pasaba horas tranquilito construyendo ciudades de plastilina, que luego yo destruía de un salto con mis zuecos de madera. Él coleccionaba sus G.I. JOE y les hacía fuertes de guerra, y yo los convertía en altares para casarlos con mis Barbies.

Ya en la adolescencia, yo tan pop y él tan metal, apenas nos dirigíamos la palabra, así que  aprovechó su talento para el dibujo para mantenerme alejada de su cuarto y de sus cosas, forrando las paredes con dibujos de las portadas más macabras de Iron Maiden.

Mientras que él tocaba algo de Silvio afuera del Burger, rodeado de niños de la calle a los que luego invitaba a comer, yo tenía accidentes en moto disfrazada de Madonna. No sé cuál de los dos se avergonzaba más del otro!

Pasados esos años difíciles, él entendió mi adolescencia rebelde, porque ya había vivido su propio infierno en un hogar conservador, con el pelo largo y un arete en la oreja, con su deserción del cuarto año de medicina y su liberal novia chilena. Con paciencia se convirtió en mi consejero y guía, y me ayudó a encontrar mi camino.

El día que empezó esta pesadilla, me llamó mi papá, y casi sin poder hablar, me dijo que vaya urgente a la casa, que mi hermano estaba muriendo. Lo primero que pensé es que había tenido un accidente! Quién llama a decir que tu hermano sano de 33 años, de pronto moría?  Antes de cerrarle me dijo: “No vengas llorando, él está muy positivo, pero yo sé que se va a morir”. Odié a mi papá por eso.

Llegué a la casa y en voz baja me lo explicó mejor: mi hermano había tenido dolores en la espalda que atribuyó al Jiu-Jitsu, y molestias en la boca del estómago, que creyó eran por sus malos hábitos alimenticios. Lo cierto es, que luego de meses de síntomas ignorados, le diagnosticaron un tumor en el estómago. Mi papá le hizo una cita inmediata con un especialista y programaron la extirpación del tumor y los ganglios si fuera necesario. Me volvió a decir “Tu hermano se nos muere” y yo lo volví a odiar por ser tan negativo, sin imaginarme que 45 días después, tendría razón.

Fui a verlo, lo abracé, lloré, y no lo solté. Me miró y me dijo que no me pusiera así, que él necesitaba fortaleza, y me pidió algo que cumplí a cabalidad desde ese momento: “No repitas nada malo de lo que oigas, no quiero esa energía cerca, cree en mí, yo voy a estar bien, te lo prometo”. Y yo también se lo prometí, convirtiéndome en la celosa guardiana de sus creencias y convicciones, sea cuales fueren, yo las iba a proteger.

Al día siguiente entró al quirófano. Nunca voy a olvidar la cara de mi papá cuando salió, me miró y lo vi derrotado. Nada en su carrera lo preparó para esto. Al buscar el tumor encontraron metástasis, mi padre se negó a creerlo, hasta que se puso los guantes y palpó, y su fortaleza se esfumó.

A partir de ese momento vivimos los peores meses en nuestra familia.

Mi hermano, naturista, hinduista, con fobia a las inyecciones y a los fármacos, decidió no hacerse quimioterapia, y eso lo mató en vida a mi padre, quien sigue convencido que debió luchar contra corriente.

Mi papá le armó una batalla horrible al mundo, incluida la familia, los amigos y yo. Era la forma de liberar su frustración por no poder hacer que su hijo viva más.

Cuando mi hermano salió de la clínica, se mudó a Quito para someterse a las “limpias” de un médico brujo que le dijo “Yo, a vos ti curo”. Cumplió el ritual sagrado a la perfección, aguantando azotes con ortiga a las 3 de la madrugada, baños con el agua bajo cero salida del Chimborazo y licuados negros verdosos de raíces de nombres impronunciables.

Había transcurrido casi un mes, y los médicos (mi padre incluido), estaban sorprendidos de que mi hermano no necesitara morfina, dado el avanzado y extendido cáncer de estómago, uno de los más agresivos que hay, así que mi papá decidió ir a conocer y desenmascarar personalmente al brujo aquel.

La impresión que se llevó lo hizo enfurecer más: indio de casi medio metro, trenza rozando el piso, uñas largas y negras, escasos dientes, conversación inentendible y letra peor. ¿Cómo era posible que su hijo, el que sería la tercera generación de una familia completa de médicos, insulte su inteligencia de esa manera?

Pero luego de caricaturizar al brujo, nos confesó que vio a mi hermano con buen ánimo, sin dolor y sin preocupaciones, así que algún bien parecía estarle haciendo, y por un segundo quiso creer que se había equivocado en su pronóstico. Él también quiso tener esperanza.

De regreso a Guayaquil, mi hermano se retiró a las afueras de la ciudad para disfrutar de sus hijos, de la naturaleza, de la lectura, de la meditación, y poco después nos invitó a su boda eclesiástica pospuesta por años. Mis hijas y su hijita de 10 años fueron parte de la corte improvisada, mientras su bebé de 3 meses pasaba de brazo en brazo, desviando por momentos la atención que teníamos sobre él, tan delgado, tan cansado.

Cada día estaba más distraído, como alejado de todos y de su realidad, casi no me hablaba, y por eso no pude saber lo que estaba sucediendo. Por eso, porque creí que estaba estable, me despedí de él y me fui a acampar a la playa el 2 de enero, llevándome a su hija que no entendía lo que pasaba y teníamos prohibido explicárselo. Él de verdad creía que lo superaría, pero sólo hasta ese día.

A las 5 a.m. del día siguiente, me llamaron a decirme que regrese, que a mi hermano se lo estaban llevando de emergencia en una ambulancia. Se había quedado ciego en la tarde del día anterior, y aterrado llamó a su brujo que le dijo que el cáncer estaba perdiendo la batalla, que así mismo era, que no tomara ningún medicamento, solo sus menjurjes, y luego, no le contestó más. Mi papá nunca perdonó que no le hayan comunicado inmediatamente lo que estaba pasando, porque ese era un claro síntoma de haber entrado en coma. 

Luego supimos que tenía mucho dolor, que seguía con sus terapias naturistas que incluían baños de vapor, y un sinnúmero de terribles reacciones físicas que no quiero recordar. Por eso no me hablaba mucho, por eso le incomodaban nuestras visitas, quería ocultarnos todo lo que estaba sufriendo, no quería que lo obliguemos a soltarse de esa única esperanza que nadie más le había dado.

Camino a la clínica yo sólo pensaba en volverlo a ver con vida, y cuando llegué, me acosté a su lado, agarré su mano, y no volví a soltársela los dos días que me quedé con él, aunque nunca más oí su voz.

Si era verdad que iba a superarlo, tal vez solo era cuestión de tiempo, tal vez necesitaba más fe para que se manifieste el milagro de su curación, ese acontecimiento que alguna vez me dijo que necesitaba la humanidad para recuperar la fe y la esperanza.

Y así, bonachón como era, de mente abierta y sin prejuicios, había cosechado buenos amigos, tan diferentes y de creencias opuestas, y empezaron a llegar uno por uno, a despedirse de él.

Apareció alguien con una corona de flores del Templo de  Krishna y la colocaron junto a la estampita de Juan Pablo Segundo, esa que mi mamá lleva a todos lados; fue a visitarlo su mejor amigo del colegio, hoy Vicario Episcopal, para darle la extremaunción; fueron los amigos iriólogos, el pariente mormón, el escultor, la actriz, el tatuador, la abuela Testigo de Jehová, y unos cuantos vaishnavas, ninguno bien visto por mi papá. Pero lo que realmente desató su furia, fue el CD con el mantra OM a todo volumen. Fue como ver la escena que nos han contado acerca de Jesús expulsando a latigazo vivo a los mercaderes del Templo. Mandó volando a todos, sin excepción, con radio y buenas vibras por delante.

Cuando entró el médico a tomar sus signos vitales, nos dijo que en minutos todo acabaría, que nos preparemos. Me acerqué a su oído y le dije que el cáncer se había ido, que él estaba mejor, que necesitaba levantarse, abrir los ojos y ya. Él apenas apretaba mi mano, nada más. Cuando regresó el médico a la media hora, no se explicó por qué sus signos vitales habían regresado a la normalidad. Esto sucedió tres o cuatro veces más. Ahora pienso que esa tontería mía no lo dejaba irse en paz.

Era claro que nada iba a cambiar, que no existen los milagros, al menos no en su caso, y que todas mis promesas y rosarios rezados no sirvieron de nada, estaba frente a mi amado hermano, viéndolo sufrir sin poder hacer nada, así que volví a acercarme a su oído, y esta vez le prometí que cuidaría a sus hijitos, le pedí que se vaya, y le dije la oración que rezábamos antes de dormir, esa la de la Virgen María y su Manto.

Salí del cuarto desbastada, y recuerdo haberle reclamado a Dios, le dije que ya basta, que si no lo iba a salvar entonces que se lo lleve de una buena vez. A los pocos minutos salió mi mamá de la habitación llorando, dijo que mi hermano acababa de morir. Entré rápido y me paré junto a él, justo en el segundo en que suspiró profundamente. Me paralicé, pensé que era el milagro que esperaba. ¿Está vivo?, ¿Se recuperó? Pero no, los médicos dijeron que es una reacción común, algo así como el último aliento de vida. Yo quiero creer que fui testigo de la partida de su alma en paz.


Regresé a Salinas con las cenizas de mi hermano, y al día siguiente fuimos a dejarlas en la mitad del mar junto con los arreglos de flores que hicieron las niñas. 

El mar estaba tranquilo, el cielo despejado, un rayo de luz cayendo y una gaviota volando sobre nosotros durante todo el trayecto, como en las películas, pero sin el final feliz.





*acabo de encontrar esta carta escrita por mi hija mayor cuando tenía 11 años.

Recién me doy cuenta que no pidió ningún regalo esa Navidad, solo que su tío esté bien.

Creo que esta fue la última carta que le escribió a Papá Noel, y la última vez que rezó.