sábado, 9 de enero de 2010

20 años de Graduadas


Entré a las Mercedarias en preparatoria en el año 1978.
Nunca lloré ni me angustié porque para mí todo era divertido, gracias a una confusión que nadie me aclaró sino hasta el tercer trimestre: cada vez que sonaba el timbre de cambio de hora, yo me iba detrás de la profesora al otro paralelo, así que fui la niña con más amigas y deberes más fáciles ese año (hacía los mismos deberes dos veces).
En la mitad del patio había lo que yo recuerdo como un enorme súper árbol gigante que me causaba fascinación, así que lo adopté. Me encantaba subirme en él todos los días, y la monja angustiada trataba de bajarme de mil maneras, entre ellas sacándome los zapatos que era lo único que alcanzaba la pobre!, y una que otra vez me amarró a la silla con una soga, un método anti pedagógico se diría hoy en día, pero la verdad es que reconozco lo indomable que era…
Lo más chistoso es que yo llegaba a la casa a contar la anécdota y les decía a mis papás que una niña malcriada hacía eso. Mi mamá horrorizada me prohibió ser amiga de "esa niña", hasta que descubrió muerta de vergüenza que "esa niña" era yo.
Pasé a primaria y recuerdo a las grandes amigas que tuve y nuestras escapadas al terreno vacío donde nos reuníamos a contar historias de terror. La historia favorita era la de cientos de plantas que se cerraban cuando le pasabas el dedo y decías: “ciérrate, ciérrate que allí viene el diablo” y luego se abrían con las palabras mágicas: “ábrete, ábrete que llega Dios”….nos demoramos muchos años en descubrir que las plantitas en cuestión se abrían y cerraban con cualquier frase o sin ella.
Recuerdo también a mi amigo Samuel, el altísimo y delgado portero del colegio. El y su hermano Miguel eran de lo más simpáticos y educados.
Ahora haciendo un "background" veo que tuve mucha suerte de toparme con ellos y no con algún pedófilo, porque ingenuamente en cada recreo me metía en la casa de los guardianes pidiéndoles que me cuenten historias, y a ellos no les quedaba otra que inventar una nueva cada día para que me vaya pronto. Yo compartía con ellos mis cinco sucres de lunch (dios que vieja soné!) y mis historietas de “Mortadelo y Filemón”, y ellos me dejaban llevarme en mi lonchera los gatitos que encontraban en el terreno vacío, el de los espantos.
Luego llegó la secundaria, y con ella mi rebeldía que me hacía no querer estar en un colegio de monjas y encima solo de chicas. Molesté tanto a mis compañeras y a los profesores, saqué a propósito tantas malas notas, hice maldades que me encargué de que todos se enteren, que fue para mí la victoria el día que me negaron la matricula para cuarto año.
La felicidad no me duró mucho. Pasé por dos colegios mixtos de los que solo recuerdo haber sido una de las mejores alumnas, sobre todo en Filosofía (el Dr. Ceprián estaría orgullosísimo de mí) y en Historia Universal, que buenas bases tuve en las Mercedarias!
En estos nuevos colegios no tuve risas, compañerismo ni diversión, los chicos eran patanes, las chicas insoportables, los profesores mediocres y el inspector se vendía por un Trópico y unos Líder.
Hoy, a mis 37 años, conservo aún como mis grandes amigas a las niñas con las que corría y me reía en mi primaria, las chicas con las que hablábamos de chicos en la secundaria, y las mujeres profesionales, mamás dulces y dedicadas de hoy, que aunque por la distancia no podemos vernos siempre, gracias a la tecnología moderna podemos compartir casi a diario fotos y muchos recuerdos.
Hace poco pasé por un duro momento con mi hija menor que estuvo muy grave en la Clínica, y quienes estuvieron allí con sus palabras de consuelo, oraciones y abrazos, fueron mis amigas Mercedarias queridas, ellas con las que los lazos de la amistad y el cariño trascendieron las aulas del colegio.
Hoy, 20 años más tarde, nos reunimos en la capilla del colegio.
Por primera vez me llegaron las palabras de la Madre Olga (a la que alguna vez le arranqué el velo para ver si era calva), aunque sospecho que siempre habló igual, la que cambió definitivamente fui yo.
Estuve sentada en la misma banca de iglesia donde me sentaba para conversar y reírme mejor, aunque esta vez si escuché al sacerdote y no le pegué el chicle en el pelo a nadie.
Al final brindamos, nos reímos, nos tomamos fotos, compartimos anécdotas y la pasamos muy bien.
Me gané una medalla, aunque sospecho que no fue por lo que me dijeron, pero les dio pena aceptar que era a la más peleona.
Salí de la reunión reconociendo que todas habíamos cambiado de una manera u otra, pero que lo esencial, la fraternidad y buenos valores que sin descanso nos inculcaron, nos convirtieron a todas en unas mujeres increíbles, de las que cualquier pareja, amigo, padres o hijos, de seguro están muy orgullosos.