Al igual que muchos citadinos,
nosotros, que tratamos en vano de acostumbrarnos a la vida de ciudad, salimos
corriendo cada sábado a la playa. Solo respirar ese aire yodado nos cambia el
genio y nos alegra la semana. Peeero, ciertos acontecimientos varios y
complicados, que no contaré en esta ocasión, han hecho que nos veamos obligados
a cambiar nuestro sagrado ritual, y busquemos playas más cercanas por el día
nomás. Eso convierte al domingo en peor día que el lunes, y todos los miembros
de la tribu quedan en un estado vegetal profundo.
Así que decidí revisar la
carpeta que tengo guardada bajo el título “paseítos citadinos”. Las opciones
eran Parque del Lago, La Isla Puná, Yaguachi en Tren, o la Isla Santay. Hicimos
una votación en la que todos los lugares empataron últimos, no sé cómo fue
posible pero así fue, así que no me
quedó otra que decidir yo. La Isla Santay nos esperaba.
Según la web, sale una lancha desde el Malecón y por $12 por persona (incluye almuerzo y guía) nos lleva a la Isla. Pero como no nos gustan las visitas programadas, ni los horarios, ni los guías, decidimos lanzarnos a la aventura, y buscar a un lanchero en la Caraguay.
Luego de convencer al “Baleado” de prestarle la lancha a su hermano “Beretta” para que nos lleve, nos subimos a lo que serían los ocho minutos más divertidos del viaje. El precio transado fue “su voluntad”. Lastimosamente nuestra voluntad anda estos tiempos bien floja, no por falta de voluntad, así que le dimos seis dólares en billetes de uno para que parezcan más, y todos quedamos contentos.
Llegamos a la Isla, y luego de
subir por las escaleras del muelle se acercó a nosotros un grupo de seis
personas con camisetas con el logo “ministerio del medio ambiente”. Uno de
ellos se presentó como guía turístico, y una mujer dijo que era bióloga. El
saludo fue: “Motivo de su visita”. Mi respuesta fue obvia y acompañada de una
sonrisa de nerd: “Conocer la Isla”.
La bióloga impaciente, acalorada
y algo menopáusica me dice: “Muéstreme su permiso”. No entendí nada, permiso
para qué? Le dije que no sabía que necesitábamos algún permiso para conocer nuestro propio país! Acaso está
prohibido venir? Increíblemente ella contestó Sí, al mismo tiempo que el hombre
dijo NO. Luego me preguntaron con quien habíamos venido, les dije que con un
lanchero de la Caragüay de nombre raro y apodo peor. Me preguntaron cuánto nos
cobró, les dije que nuestra voluntad. Y seguíamos bajo el sol sin entender nada.
Finalmente nos aclararon que no
era prohibido ir, pero que era necesario hacerlo con los tours dirigidos,
porque era peligroso viajar en esas lanchas, y más peligroso era ir a la Isla
sin guía, y que la comuna debía estar preparada porque además pronto sería la
hora de almorzar.
En este punto se puso interesante
la cosa porque me sonó a Isla encantada, con reductores de cabezas, o caníbales
o vampiros. Y pensé que este domingo sí que se estaba poniendo divertido!
Luego de dejarle claro a la
bióloga y a los otros cinco uniformados que habíamos ido allí a conocer la Isla
bajo nuestro propio riesgo, interesados en el hábitat natural y la forma de
vida de sus isleños, sin programación, sin presión y sin dinero para alimentar
al guía, no le quedó otra que irse a buscar a quien más molestar.
Y allí empezó nuestro extraño
“paseíto citadino”.
¿Qué es la Isla Santay? Para mí, es una extraña versión de “The Truman Show”. Hay un único puente de madera que conecta las 56 casas entre sí. Ese único camino conduce al punto de partida, y se acabó, no hay nada más.
Si están demasiado aburridos, pueden ir a la cancha de fútbol que también es de volley. El problema es que si se sale de la cancha la pelota, no pueden cobrar la falta, porque se les acabó el juego!
Cuando nos mirábamos todos con
cara de “¿Y qué más ah?”, aparece una señora con un chaleco en el que se lee
“Ministerio de Inclusión Social”, resulta ser una isleña llamada Elsa. Le digo
que es famosa, que la vi en algunas páginas de internet. Nos dice que la comida
está lista, que tenemos suerte de que el grupo que iba a ir organizado por....no estoy segura quién se encarga de tan mala organización, canceló a última
hora, aunque creo que más suerte tuvo la señora que amablemente nos cocinó,
porque le pagamos $20 por 6 platos de un seco de pollo buenísimo, pero que
jugaba a las escondidas.
El almuerzo duró menos de lo que
nos hubiera gustado, no tanto por el calor infernal que se sentía en esa
pequeña casa de madera sobre el manglar hirviendo, sino porque llegaron a comer
los desagradables uniformados encabezados por la bióloga. Mientras comían con
ánimo de velorio, uno de ellos abrió la boca para torpemente preguntarle a
nuestra anfitriona si podía ponerle el seco con pechuga. Ella avergonzada le
pidió disculpas por no poder cumplir sus exigencias culinarias.
Nos levantamos de la mesa
agradeciéndole a nuestra anfitriona por ser el segundo mejor seco de pollo que
he comido, el mejor lo hace Goyita.
A lo lejos se ve el manglar,
muchos árboles y plantas, y luego de interrogar a un isleño, descubro que
tienen una pequeña escuela y un grupo de cocodrilos que son el único atractivo.
Le digo que queremos ir, y aparece Elsa diciéndonos secamente que no podemos
porque el agua ha subido mucho. No digo nada, pero no le creo, sobre todo
porque estoy viendo perros y gallinas corretear por todos lados sin boyas.
El paseíto llegaba a su fin,
cuando conocí de casualidad a Valentín, un amable isleño de sonrisa sincera. Le
pregunté si podía llevarnos a conocer la escuelita y los cocodrilos (rara
combinación ahora que lo pienso), y nos dice: “Claro, vamos”. No sé de donde pero
apareció a su lado Elsa y dice: No se puede, no tienen botas! Valentín
contesta: No importa, les prestamos! Y ella con una pelada de ojos le dice: No
tengo la llave de la bodega! Y él insiste: Yo tengo en mi casa!
Era tan obvia la situación, que a
esta humilde mujer no le quedó otra que decir la verdad: “Disculpe, no es mala
fé, de corazón le digo, no es que no quiera llevarlos, es que la bióloga no dio
la autorización. Vengan otro día que no estén estos señores”
La verdad me quedé sin palabras,
ya no quise ponerlos en una situación incómoda así que decidimos regresar a
Guayaquil.
Me parece increíble que esta
comuna sea tan manejada por gente extraña a ellos, funcionarios que con una
actitud bastante prepotente espantan a los turistas causando un daño directo a
los isleños que viven en lindas casitas que parecen de juguete, en medio del río Guayas, aislados de la civilización.
Qué fue lo que tanto les molestó a los biólogos del Ministerio del Medio Ambiente?
Que no hayamos pagado los $12 cada uno por el paseo con guía? Y me pregunto:
Guía para qué? Para que no nos equivoquemos y entremos en la casa 32 pensando
que es la 43 y regresemos por la 12? O para que no nos perdamos en el único
camino que hay y que nos lleva de regreso a la lancha?
El “paseíto” no duró más de dos
horas y no llenó nuestras expectativas, porque la información que se encuentra en
la web deja mucho a la imaginación, por lo menos a la mía. Lo rescatable fue la
divertida travesía en la lancha metiendo la mano en el río y bañando a los
pasajeros, llegar a una Isla, conocer a su habitantes tan agradables y
sonrientes, comer un seco de pollo riquísimo, y conocer un modo de vida tan
diferente al nuestro, acostumbrados a verse las mismas caras, caminar el mismo
camino y no perder el buen humor. Admirable.