Hace algún tiempo terminé de leer un libro inspirador que transformó
mi vida, Autobiografía de un Yogui. Enseguida muchas cosas buenas empezaron a llegar y con
muchísimo entusiasmo me inscribí como estudiante de las lecciones del maestro
Yogananda, un legado que este gran sabio de la India dejó para ayudar a cada
uno de nosotros en la realización del ser.
A medio camino, las cosas se desordenaron, y muchas
de las bases que por años había construido en diferentes aspectos de mi vida,
se estaban desmoronando. En ese momento no lo entendí, pero era el tiempo de
ponerme a prueba, y no logré superarla.
Por primera vez en mi vida me sentía muy derrotada y empecé a
caer en una depresión lenta y silenciosa. Retrocedí el doble de lo que había
avanzado.
Algunas de las personas en quienes, en otras circunstancias, habría
buscado desesperadamente apoyo, eran las que precisamente me estaban hiriendo, así
que no eran mi opción. A otras no las quise molestar, siempre he pensado que
cada uno tiene sus propios problemas como para que yo les cuelgue mi mochila
pesada encima. Y justo cuando estaba a punto de ahogarme en algo invisible que
me estaba dejando sin aire, empecé a perdonar y a empezar de nuevo.
¡Que difícil es perdonar! Se debe lidiar con muchas cosas,
pero una de las peores contra la que he tenido que luchar, es el ego, mi
peor enemigo.
Vino, muffins, café, notas de voz, tigrillo, son algunas de
las cosas que lograron animarme, venidas de la mano de conversaciones con mujeres sabias, amorosas,
confidentes, hermanas de la vida. Tengo a cada una de ellas presente y mi
gratitud trasciende este espacio.
Han pasado casi cinco meses desde que mi hija nos anunció que
sería mamá, y yo solo quedé en estado de shock, con preguntas sin respuestas, con
más terror que mi propio primer embarazo 25 años atrás, con la angustia del nido vacío
y la sensación de pérdida infinita.
El tiempo cura casi todo, aclara los pensamientos y nos deja ver
la película más clara.
Trabajando en mi necesidad de control, en mi ansiedad por solucionarlo
todo rápido, empiezo a entender que esa pequeñita es la vida de mi vida, pero
no es mía. Que mi niña ya no es una niña, y tampoco es mía. Que ni todos los
cuentos que le conté, ni todas las historias que le actué, ni todas las
leyendas que le inventé, las vivió ella, y ahora necesita vivir sus propias
historias que contar. Solo espero que me permita ser parte de ellas.
Ahora que no está todos los días junto a mí, ni tan cerca
como yo quisiera, me conformo con disfrutarla en ese espacio mágico que logra
convertirnos de nuevo en una tribu, solo allí donde vuelvo a ver su sonrisa enorme
y sus ojos brillando como la primera vez, cuando su papá la empujaba en una ola y yo la
esperaba en la mitad del camino, haciéndole barra, lista para levantarla por si se caía.