arte donado por Andrea Game para "Diseñando con corazón" |
19 días pasaron
desde que la tierra tembló.
Nosotros estábamos en el carro cuando vimos caer las
rocas de la montaña sobre la carretera. Tardamos unos segundos para entender lo
que pasaba, y luego vino la oscuridad.
Media hora después empezamos a
recibir las pocas noticias que llegaban por las redes sociales. Así supimos que
nuestros amigos de Pedernales, Manta, Canoa, Jama, estaban en una grave
situación, con las ciudades y poblados destruidos, personas sepultadas,
familias separadas, y el país incomunicado empezó a desesperarse y a
reaccionar.
Nadie preguntó
cómo empezar a ayudar, simplemente se lo hizo, sin detenerse a pensar, el
Ecuador se unió en una hermandad que ninguna guerra ha podido lograr.
Hoy, 19 días
después, llegamos a Manta, y las historias nos siguen impactando, porque están
intactas en los pedazos de ladrillo, en los vidrios rotos, en las calles
cuarteadas, en las miradas, en la piel.
Nuestra primera
visita fue a una de las tantas familias que no pueden entrar a sus casas por
temor a que se desplomen.
Cuatro
generaciones agradecidas por estar con vida, cocinan, duermen y pasan las horas
a la intemperie, en un improvisado hogar donde aún hay un espacio más para el
vecino que lo perdió todo.
Nuestra
siguiente visita fue al padre Andrés en la Iglesia Sagrado Corazón.
Vimos con
alegría que los kits que durante las semanas anteriores habíamos ayudado a
preparar, eran recibidos y distribuidos por ellos.
Rodeado de madres y jóvenes
voluntarios que trabajan casi sin descanso, este sacerdote sin horarios, ese compromiso que da la verdadera vocación de
servicio, nos explicó que los colchones y camas donados por nuestras amigas de "Caramel Clothing", son entregados en las noches, así realmente llega a quienes no tienen donde dormir y están en
el suelo.
Luego
acompañamos a las voluntarias a uno de los albergues instalados en el colegio
Manta.
150 carpas
donadas por la República de Colombia, se ordenaban en línea recta bajo el techo
de la cancha. Nuestro trabajo aquí fue ayudar al Sacerdote con el censo, para
que pueda entregar todos los víveres correctamente.
Me sentí un poco
incómoda parada con mi cámara frente a la triste realidad de estas familias.
Les pedí permiso para tomar algunas fotos, y me sorprendí al verlos posando con
una sonrisa, ellos querían contarme sus historias.
Martita tiene 3 años y una energía que no se agota. Orgullosa nos enseñó como mantiene limpia su carpa-hogar con su escoba partida, y sus peluches perfectamente ordenados sobre su colchón.
Anthony me
sonreía con sus preciosos ojos color miel. Me acompañó en mi recorrido, y estaba muy interesado en aprender a tomar fotos, así que luego de posar para mí, nos tomó una a nosotros también, una del recuerdo, que luego de algunos intentos y aunque un poco desenfocada, nos hizo sentir orgullosos.
Uno de los adultos más simpáticos que recuerdo fue el payaso Naricita.
Su nariz,
maquillaje y trajes quedaron sepultados con su casa, pero aun así tiene el buen
humor y las ganas de hacer reír un par de noches a la semana a sus nuevos
vecinos, en un teatro improvisado que logra hacerlos olvidar por un momento por
qué están allí.
Cuando le pedí posar para la foto, se sacó del pecho un pedazo de tela doblada que abrió con orgullo diciendo que la lleva a todos lados; era la bandera de nuestro país, el país que tembló y que ahora siento más unido que nunca.
Cuando le pedí posar para la foto, se sacó del pecho un pedazo de tela doblada que abrió con orgullo diciendo que la lleva a todos lados; era la bandera de nuestro país, el país que tembló y que ahora siento más unido que nunca.
En el refugio
pasan las horas en relativa paz, sin embargo es inevitable la molestia de saber
que hay un cuarto lleno de ropa que no les reparten, y cajas que salen en la
noche hacia un destino distinto al que creen los donantes.
La noche anterior se llevaron en la ambulancia a un grupo de niños enfermos por tomar agua embotellada dañada, donaciones que estuvieron demasiado tiempo enterradas en la burocracia.
En dos días empezarán las clases y estas familias serán reubicadas en otros
lugares, todavía no están seguras de a dónde irán, y cuando se acerca el
momento de despedirme, ellos me dictan sus números de teléfono para que los
llame, para que no los olvide.
Salimos de allí en silencio, pensativos, sintiendo que pudimos haber hecho mucho más, y con el compromiso de
no abandonarlos.
Estuvimos en la zona cero, la más afectada, la que aún sigue acordonada y
resguardada por militares.
Me permitieron
avanzar por la calle mientras tomaba algunas fotos.
Me sentí caminando en
cámara lenta, por esas calles solitarias y en un triste silencio, imaginándome
cuantas familias nacieron y murieron allí, cuantas historias detrás del hogar
que perdieron.
Los stickers en una pared del tercer piso me dicen que allí
dormía un niño, y pienso que podrían haber sido Anthony, Kevin, Martita... o
mis hijas.
Llegamos a Manta
siendo unas personas, y salimos siendo otras. Cada uno de nosotros en su silencio,
está construyendo lo necesario para sostener a quienes desde hoy y para siempre
llamaremos hermanos.
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